El siguiente texto está muy lejos de concebirse como un documento científico, puesto que el objetivo del mismo es, más bien, incitar al debate desde lo personal, ser el gatillo que nos anime a repensarnos en los lugares que habitamos (en este caso, con un enfoque claramente urbano).
Por tanto, podríamos decir que este artículo es un compendio de aprenderes adquiridos por su autora como mujer occidental, feminista, en otro tiempo urbanista, habitante de una ciudad mediana del Estado Español, y lectora de libros y otros artículos como los que se citan en la bibliografía. No me invento nada, solo pongo de manifiesto mi realidad urbana, algo que, por suerte, cada vez hacemos más personas. Cuanto más diverso sea el panorama planteado y mayor, la puesta en valor de nuestras diversas realidades, más sencillo será dar con un crisol que nos lleve a pensarnos de maneras más humanas.
Antes de entrar de lleno en el artículo, matizar que se habla de la categoría mujer como la subalteridad que se representa en oposición a la categoría hombre, esto puede llevarnos, así, a caer en un planteamiento binario. Para evitar estos enfoques, quizá sería más acertado hablar de hombre (como hombre hetero, blanco, de mediana edad, etc.1) frente al resto de realidades, sin embargo, como mencionaba antes, este no deja de ser un artículo, en parte, personal, subjetivo, que escribe alguien que solo puede representar su realidad.
Para terminar con esta introducción, recordar que el papel de la mujer siempre ha tendido a ser un papel catalizador: no solo no ponemos de manifiesto nuestras realidades sino que, también damos voz a otros muchos colectivos cuando logramos que se nos escuche.
Ahora sí, la propuesta está vertebrada a través de una crítica consciente al modelo de ciudad (occidental en su mayor parte) desde un punto de vista feminista y/o de construcción social de los roles de género, vehiculando el discurso a través de tres ejes básicos: la movilidad, la seguridad y la accesibilidad urbanas.
1 Lo que Amaia Pérez Orozco denomina en su libro «Subversión de la Economía Feminista» y parafraseando a Donna Haraway llama: Esa Cosa Escandalosa.
Movilidad
Este aspecto se aborda desde el punto de vista de la espacialidad y la corporeidad, conceptos que se acercan más a lo físico, a lo vivido a través de los cuerpos en el devenir de nuestras rutinas enmarcadas en el entorno urbano, alejándonos de la realidad cartesiana de los despachos oficialmente destinados a la disciplina del urbanismo. ¿Cómo son y a qué responden los lenguajes corporales que adoptamos en nuestro discurrir por los espacios urbanos?
Pongamos un ejemplo sencillo, un hombre y una mujer (entendidos como construcciones sociales a partir de ahora y no tanto como cis-hombre o cis-mujer2), desconocidos, se cruzan en una acera relativamente estrecha, el momento de encuentro se resuelve, normalmente, con la mujer que se gira levemente sobre sí misma, hacia adentro y con el hombre que se abre dejándole pasar, cediéndole el espacio: el hombre «deja» y «cede»: implícitamente se entiende que el espacio es suyo; la mujer se recoge sobre sí misma: se protege, en parte porque somos las que podemos encontrarnos en estado de gestación y por tanto, protegemos nuestro vientre, nuestro cuerpo, sea como fuere, nos sentimos vulnerables.
Estas experiencias y ejemplos tienen un sinfín de réplicas, traigamos a la memoria una de ella que resultó muy viral hace unos años: ¿cómo se sientan los hombres en los transportes públicos? A raíz de esta cuestión, se comprobó que la mayor parte de ellos se colocaban acaparando gran parte del espacio, por ejemplo, abriendo las piernas aunque el susodicho medio de transporte estuviera densamente ocupado. De nuevo, situaciones que aluden a la pertenencia del espacio.
Las mujeres, educadas para atender las tareas de los cuidados, somos más propicias a cruzar las piernas, recoger los brazos… de nuevo, sentimiento de protección pero también, expresión física del mirar por los demás, para que todos podamos tener sitio, al fin y al cabo, reflejo de la mencionada educación en los cuidados.
Por otro lado, en relación con la movilidad urbana, encontramos el legado de la zonificación (o zoning) como herramienta de planeamiento; si la zonificación divide en áreas con distintas funciones y usos la ciudad entonces cabe valorar, ¿qué zonas? ¿para quién? Sin entrar a cuestionar en este texto los modelos de transporte y explotación económica de la ciudad que esta práctica fomenta (uso generalizado y dependencia del coche, densificación-turistificación del centro urbano, atracción del vehículo privado a los cascos históricos, procesos de gentrificación…) se puede adelantar que es una herramienta de control material del espacio al igual que el consumo es una herramienta de control de los deseos.
Es decir, nos estaríamos refiriendo a la imposición, a través del urbanismo basado en la zonificación, de modos de desplazamientos y, en última instancia, de formas de vida que nos hacen estar a las 13h00 del mediodía en la zona urbana destinada al trabajo y nunca a la pensada para el ocio u otras funciones… Quien allí esté es porque no se encuentra donde debe o porque se acepta su vulnerabilidad.
Llegado este punto, y dentro del marco que conforma este estudio, cabría cuestionarse de forma más concreta, de qué manera nos movemos como mujeres, cuál es «nuestra zona», y el tratamiento que la misma recibe y ha recibido por parte de los profesionales. Dentro de la práctica de la zonificación ¿qué lugares se proyectan en la ciudad que tengan como modelo de referencia tipo al agente mujer? Nos atreveríamos a decir que la zona mujer, en la ciudad, prácticamente ha desaparecido para quedar recluida al núcleo privado-residencial: la presencia de las mujeres en la urbe se deriva de la relación que guardan con dicho núcleo: no es que la zona compras, por ejemplo, sea la de las mujeres, lo que ocurre es que tienen que abastecer el hogar, dentro de la asimilación de los cuidados a la figura femenina, tampoco valdría plantear como su zona, la destinada a los juegos infantiles, pues no son ellas las principales protagonistas de estos espacios, y así con un sinfín de lugares en la ciudad.
Puesto que a lo que nos estamos refiriendo es más al núcleo residencial, para tratarlo con propiedad, deberíamos dar el salto cualitativo: hablar más en términos arquitectónicos y no tanto en términos urbanísticos. Un análisis liviano de las arquitecturas comunes residenciales nos conduce a conclusiones muy similares a las discurridas para el urbanismo convencional: de nuevo nos encontramos ante un performador de conductas, más que ante una herramienta al servicio de las personas que la habitan. Esto queda de relieve con solo traer a colación los planteamientos de Le Corbusier, quien hablaba de la residencia como la máquina de habitar para el mecanismo de la familia.
Otras teorías relacionadas con las arquitecturas residenciales desde un punto de vista de género o, al menos, desde una perspectiva más antropológica serían las que nos hablan del hogar tomando como punto de partida el mito de El Palacio del Príncipe y que pone sobre la mesa la unión arquitectura y familia como aliadas sociales conservadoras. Además, una segunda lectura de todas estas cuestiones sería la que nos lleva a una contradicción: si habíamos planteado el núcleo residencial como el lugar de la mujer, ideas como las mencionadas en el párrafo anterior, nos las desbancan por completo pues, precisamente, hablan del hogar como el espacio del príncipe: hombre que dispone de un territorio claramente delimitado para poder ser controlado de forma mucho más sencilla pero que se sustenta gracias al trabajo de otros… otras.
Para fortalecer esta idea del sustento en ellas (nosotras) y saliendo otra vez de los muros de las viviendas, recoger algunos datos más; por ejemplo, el arrojado por varias estadísticas en las que se pone de relieve que en el Estado Español el transporte mayoritario es a pie y que el 60% del total es realizado por personas jubiladas y por aquellas que se ocupan del hogar. Más datos estadísticos: ya en el año 1996 un estudio realizado en EE.UU. revelaba que el colectivo con menor acceso al automóvil era el representado por las mujeres siendo, al mismo tiempo, el grupo de población que
realizaba los dos tercios de sus desplazamientos para llevar a otros. Estos datos entroncan perfectamente con las teorías que nos hablan de los tipos de desplazamientos: por lo general, se relaciona al hombre heterosexual, blanco, sano, en edad de trabajar, etc. con desplazamientos de tipo pendular, es decir, con dos focos: el punto de partida y el de llegada quevnormalmente suelen estar identificados con el lugar de trabajo y el de residencia.
El otro tipo de desplazamiento sería el denominado como poligonal y, como su propio nombre nos señala, indica viajes múltiples, multifocales, con varios nodos que, en la vida real, se traducen en el intento de rentabilizar al máximo las salidas desde el punto de partida, y que habitualmente se relacionan con los desplazamientos realizados por las mujeres.
A su vez, y como ya se ha podido ir sobrentendiendo a lo largo de algunos párrafos, ambos tipos de trayectorias están altamente condicionadas por el automóvil o, mejor dicho, por una ciudad pensada, en su mayor parte, para circular en dicho medio. No es que la ciudad se un medio hostil para el peatón… pero casi.
Tras todo este desglose de ideas y teorías desgranadas, podríamos llegar a la conclusión de que, realmente, el espacio planteado para la mujer como agente tipo no existe a día de hoy en nuestras ciudades. La triada performadora de conducta (arquitectura, urbanismo y familia) de la mano de la zonificación como disciplina urbanística de la que aun nos queda una gran herencia, no ha dado lugar a un cambio de paradigma que contemple cuestiones de género (entre otras) a los niveles ciudad y residencia, por no hablar de la necesidad de un modelo urbano que se aleje de lo dictado por el uso del automóvil.
2 Cis: prefijo proveniente del latín cuyo significado sería indicar aquello que está «en el mismo lado [que]». El término «cissexual», señala a una persona que está cómoda y de acuerdo con el sexo asignado en el nacimiento, que no necesita transitar de un sexo a otro ni plantea una ruptura con las normas de género
Seguridad
¿Cómo es una ciudad segura? ¿Segura para quién? Quizás, llegando a este apartado, la pregunta no debiera ser enunciada utilizando el verbo ser sino el sentir.
A día de hoy, en los círculos profesionales, oficiales, institucionales o como queramos llamarlos, una ciudad segura se entiende de diversas formas pero todas ellas acaban llevándonos o bien por los derroteros ya enunciados por Jane Jacobs, donde una ciudad supuestamente segura se vertebra entorno a tres elementos: los recintos cerrados y ciegos, los mecanismos tecnológicos y los cuerpos de seguridad (privada o pública); o bien, nos encamina directamente a la cuestión de las Smart Cities que, al fin y al cabo, no dejan de ser una prolongación o evolución del primer modelo citado.
Pero parafraseando las palabras de Jacobs, no vamos a sentir que la ciudad es más segura por cuantas más medidas de seguridad tomemos (cámaras, ordenadores, policía, seguridad privada, verjas…) sino por el mejor urbanismo que hagamos o demandemos. Un mejor urbanismo que traduzca este sentir del que hablamos en realidades construidas, lo cual, a día de hoy, sigue resultando una ardua tarea con solo darse cuenta del lenguaje utilizado en los círculos del urbanismo oficial: aprovechamientos, superficies útiles, rentabilidad, tipología… son términos que a duras penas permiten plantear otras cuestiones un poco más humanas, si podemos decirlo así. De nuevo queda patente que no solo hay que cambiar la ciudad, si no que el cambio debe empezar desde más atrás.
Aunque tampoco nos liemos la manta a la cabeza, siguiendo con Jacobs, solo se trata de humanizar las ciudades, lo cual pasa por cosas tan sencillas como acabar con las calles sin salida, los descampados y solares vacíos entre zonas concurridas, con zonas no asfaltadas, sin aceras… O, valiéndonos de otro ejemplo muy recurrente, tratar de otra forma las grandes extensiones de baja densidad que no se asoman a la calle: una vez allí, lo único que percibimos son grandes muros (aunque esos muros sean vegetales), no hay ventanas, ni plazas, ni comercios, ni puntos de encuentro, resumiendo, no parece haber vida, dicho de otra forma, a lo largo de estos trayectos no hay posibilidad de comunicación con iguales y por tanto, son fácilmente entendidos como focos de inseguridad.
Otro ejemplo también conocido ya: las secciones de calles con aceras estrechas, dos carriles para los coches (o aunque sea uno) y grandes edificios a ambos lados. A todas luces resultan poco cómodos para caminar por ser embudos de polución, peligrosos (sobre todo para caminar acompañando a niños), mal o artificialmente iluminados incluso a pleno día, etc.
Siguiendo con los factores que nos condicionan en nuestro día a día, la falta de seguridad y el miedo en último término, transforman nuestra rutina; si no nos sentimos bien en un espacio o discurriendo por un lugar lo evitaremos, acortaremos nuestro tiempo de ocio, restringiremos nuestros paseos, evitaremos ciertas áreas urbanas… en definitiva, cambiaremos o amoldaremos nuestras costumbres a modos y hábitos más seguros (de nuevo la ciudad, a través del urbanismo como performadora de realidades).
Y todo esto lo hacemos porque nos sentimos, otra vez, vulnerables, la ciudad no se ha construido como nuestro espacio natural y nos percibimos débiles, faltas de recursos para afrontar un paseo, una vuelta a casa, un esperar a alguien solas.
En la Escuela de Arquitectura de Valladolid, un profesor de Urbanismo y Paisaje contaba que las personas tendemos a caminar, ya bien sea por obligación pero sobre todo si es por placer, por aquellos lugares que nos resultan más bonitos y agradables a los sentidos. Afirmación completamente cierta pero con matices, él explicaba aquello desde su posición privilegiada en esta sociedad patriarcal; lo cierto es que las mujeres tendemos más a caminar por lugares que nos resultan gratos, sí es verdad, pero una vez que han pasado la criba de ser percibidos como lugares seguros.
Accesibilidad
Según el esquema descrito en las primeras líneas de este texto, nos faltaría hablar de la accesibilidad urbana.
Por una parte, es un aspecto que se puede entender como transversal a los dos ya estudiados, sin embargo, sí convendría hacer una pequeña referencia a lo que se ha dado en conocer, en los últimos tiempos, como ciudades pincho y que atañe, de forma directa a este concepto urbano.
Como ya sabemos, o nos podemos imaginar, este apelativo sirve para denominar las nuevas estrategias urbanas encaminadas a dificultar, hasta el extremo, el libre uso del espacio urbano porparte de las personas sin techo o, en general, de cualquiera que no esté por la labor de tener que pagar por estar sentada en la calle. Es decir, además de todos los problemas de accesibilidad que acusan nuestras ciudades hoy en día, añadimos esta nueva vuelta de tuerca que no hace más que ahondar en la deshumanización de la que hablábamos con anterioridad: grandes superficies de hormigón, jardines secos, bolardos, plazas sin bancos y fuera de escala, riberas de ríos inaccesibles…
Entre todo esto… perdón pero… ¿dónde me puedo sentar a comer un bocadillo? ¿me mirará usted muy mal desde su mesita en una terraza que se come toda la acera? ¿me lanzará un piropo no pedido cuando esté intentando abrir el portal de mi casa? Queda claro que la accesibilidad mal trabajada, también conduce a generar jerarquías (sentido de pertenencia – vulnerabilidad e inseguridad) a acentuar y crear barreras simbólicas en la ciudad.
Por ende, si recordamos lo que decíamos antes acerca de los cuidados y de cómo es a las mujeres a las que se nos prepara para llevarlos a cabo desde bien pequeñas, los recorridos poligonales estudiados en el apartado de movilidad, se volverán aun más complicados si no tenemos un sitio donde parar que no sea dentro de una superficie comercial, o si nos vemos obligadas a tener que hacer giros imposibles con carritos de bebé o de la compra.
Clara Fdez. Sánchez.
Bibliografía
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– Gigosos, P., Saravia, M. (2010). Urbanismo para náufragos. Madrid. Ed.: Fundación César Manrique.
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– Pérez, A. (2014). Subversión de la Economía Feminista. Aportes para un debate sobre el conflicto capital-vida. Madrid, España. Ed.: Traficantes de Sueños.
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